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Actitud

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Acuerdo

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Los invitamos a la presentación de la revista Discurso, Teoría y Análisis, junto con las demás revistas que edita el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. El evento tendrá lugar el día 2 de marzo de 2012 en el Auditorio 5 del Palacio de Minería, ubicado en la calle de Tacuba, número 5, Colonia Centro Histórico, en punto de las 18:00 horas.

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Los oficios de Dylan y Manzanero

De palabras      Fernando Castaños

 

9 de noviembre de 2011

 

“El lenguaje significa; ésa es su condición.” (Emile Benveniste)

 

En cierta ocasión, un periodista le dijo a Bob Dylan que se le veía como un poeta y le pidió una opinión al respecto. El autor y ejecutante de canciones rock folk contestó: “Yo no me nombro así, porque no me gusta la palabra. Soy un trapecista.”

Algunos años después, otro periodista le hizo a Armando Manzanero una observación y una solicitud similares. El cantautor de boleros balada sonrío y dijo: “Soy un trovador.”

En sus respuestas, ambos músicos dieron prueba de poseer capacidades como las de un poeta. Mostraron, al emplear enunciados que oponían dos palabras, de qué estaban hechas ellas. No es que las hayan explicado, que es lo que haría un lexicógrafo: hablar acerca de las palabras. Al colocarlas junto a otras, nos enseñaron cómo funcionan y dirigieron nuestra atención hacia sus rasgos de sentido.

Ésa es, precisamente, la función del lenguaje que Roman Jakobson llamó “poética”, la que dirige la mirada hacia la factura de la frase y, así, revela la naturaleza de sus constituyentes. No se trata —es pertinente anotarlo aquí— de una función exclusiva de la poesía. La encontraremos en las arengas políticas o en los anuncios publicitarios, porque atrae y distribuye la atención, operaciones muy valiosas cuando uno busca que otros hagan suyos los mensajes que emite. La hallaremos también en el lenguaje cotidiano, en virtud de que puede ser fuente de juegos divertidos.

De hecho, la función poética aparece en momentos felices en todos los géneros y en todos los registros discursivos, pues advertir cómo trabajan las palabras es algo que fascina a los seres humanos. Pero en la poesía esta función siempre es tanto o más importante que otras que puede cumplir el lenguaje, como la de referir hechos o la de expresar emociones, y las y los poetas son individuos que dedican sus mejores horas a dominarla. Generalmente, es en los textos poéticos donde la función poética se desempeña con excelencia. Esto es lo que quería subrayar Jakobson al nombrarla como lo hizo.

Entonces, con su actuación, ambos, Dylan y Manzanero, dieron la razón a sus entrevistadores: son verdaderos poetas. En la manera de negarlo, lo confirmaron. Cuando nos damos cuenta de ello, los lectores de las entrevistas no pensamos que sus respuestas sean ilógicas, y mucho menos vanas. Sabemos que, además de mostrar en la práctica y con ironía qué hace un poeta, ellos sí buscaban rechazar una parte del significado de la palabra que pusieron en cuestión.

El vocablo “poeta” denota a quienes encuentran combinaciones de palabras que exhiben las claves del lenguaje, los recursos de que se ha ido dotando la humanidad para construir pensamiento y crear sociedad. Pero esa locución también connota cómo se comportan esas personas y cómo son tratadas por los demás. Son estas connotaciones lo que preocupa a los dos autores de canciones. Cada uno, a su manera, nos dice que no se concibe como se piensa generalmente que son los poetas y que no quiere ser interpelado como se convoca usualmente a los poetas.

Con mucha imaginación y mayor audacia, Bob Dylan nos hace ver que ciertos poetas se mueven entre las palabras como los artistas del trapecio se mueven en el aire, dando giros inesperados y asumiendo riesgos. Son nómadas y no persiguen honores de instituciones que se erijan por encima de sus espectadores. La libertad que reclaman les permite llamar a cuentas a las palabras que exponen. Ésa es la ocupación que ha escogido.

Con gran pudor y mesura superior, Armando Manzanero nos recuerda que la aspiración de algunos poetas ha sido la de producir versos que recojan el habla popular y sean gratos al oído. No pretenden que, además, sus líneas resistan el examen de quienes estudian la poesía en el ámbito académico. No cuestionan ningún orden; esperan, sí, cantar el amor y que ello les lleve a recorrer mundo. Ésa es la profesión que ha elegido.

Porque Dylan las contrasta, vemos qué tienen en común las palabras “poeta” y “trapecista”. Porque Manzanero las compara, advertimos cómo difieren “poeta” y “trovador”. El contraste supone el cotejo y la comparación implica la contraposición. Dos atribuciones son claves en esto: consideramos que la autocaracterización de Dylan, como trapecista, es falsa y conferimos a la de Manzanero, como trovador, el valor de verdadera. Ellos así lo esperan y, de algún modo, anticipan que nosotros sabremos que lo esperan. Se establece lo que algunos han llamado “una reciprocidad de perspectivas”.

Allí reside la diferencia entre los usos metafóricos y literales de las palabras, de acuerdo con Donald Davidson. Lo metafórico forma parte de una afirmación deliberada y notoriamente falsa; lo literal, de una simplemente verdadera. De ello, inferimos que la metáfora requiere una cooperación mayor entre el remitente y el destinatario, una complicidad casi; y además que concentra mucha más atención. Esto es lo que explica su fuerza.

La afirmación del rockero cuyas letras inspirarorn a una generación rebelde es metafórica. La del baladista en cuyas líneas se han reconocido cofradías de románticos con edades varias es literal. Ambos actúan con las palabras de formas cuya explicación requiere ideas como las de Jakobson y Davidson. Esas ideas, que han producido un giro lingüístico en las humanidades y las ciencias sociales, son la materia de esta columna. Mis propósitos son exponerlas y ofrecer análisis de fragmentos de diferentes tipos de discursos, principalmente literarios, políticos y mediáticos.

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Las astucias de Mitterrand

De palabras      Fernando Castaños

8 de noviembre de 2011

“Significar implica poder elegir.” (John Lyons)

Cuando inició la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de Francia, en 1981, el socialista François Mitterrand respondió así a una pregunta de un periodista: “Siempre estuve con el general de Gaulle; nunca fui gaullista.”  De esa manera, abrió uno de los principales frentes de la contienda, en el que disputó el significado de la palabra “gaullista” al partido de derecha que la ostentaba en su nombre, y que había postulado a uno de los principales candidatos, Jacques Chirac.

Esa primera batalla fue breve y exitosa para Mitterand. Con un solo enunciado, logró distinguir con toda claridad las siguientes dos premisas:

(1) Todos los gaullistas están con de Gaulle.

(2) Todos los que están con de Gaulle son gaullistas.

Al mismo tiempo, Mitterrand demostró que (2) era falsa. No sólo hizo esas dos cosas, sino que además planteó, entre líneas, que estar con de Gaulle y ser gaullista no eran cuestiones muy importantes para decidir por quién votar ese año.

Mitterrand sabía que el adjetivo “gaullista” podía funcionar y era utilizado muchas veces como un sustantivo. En el ámbito de la opinión pública era al menos tan común decir “es un gaullista” como decir “es gaullista”. Esto le daba al rasgo o, mejor dicho, al conjunto de atributos asociados con el adjetivo el carácter de claves de clasificación y, por ende, de predicción. Ser gaullista era pertenecer a una clase de votantes posibles, que tenía ciertas actitudes y se comportaba de cierta manera.

Como el uso de cualquier sustantivo, la utilización de “gaullista” conllevaba la activación —la movilización, dirían hoy algunos analistas franceses del discurso— de los atributos clasificatorios, así como de los comportamientos asociados con la palabra. Éste fue el terreno en el que decidió actuar Mitterrand: el de lo implícito. Empleó en yuxtaposición los adverbios temporales “siempre” y “nunca” porque implican, uno, el cuantificador “todos” y, el otro, la negación de ese cuantificador.

Lo que buscaba Mitterrand era impedir que las frases “estar con de Gaulle” y “ser gaullista” pudieran ser tratadas como paráfrasis una de la otra. Lo logró al oponer la evidencia testimonial, en tiempo pasado y en primera persona, a la generalización (2), en tercera persona genérica y en presente atemporal.

Como intervención discursiva, la respuesta del candidato Mitterrand, en su forma de constatación sintética, era análoga al resumen de observaciones de madame Curie sobre la radiación, que hizo cambiar el significado de la palabra “átomo” (pues ya no podía ser “partícula indivisible”); pero él no esperaba que el efecto fuera igual de categórico. Su interés principal no era que los gaullistas duros dejaran de pensar acerca de sí como lo hacían.

Lo que quería el contendiente socialista era que, para los gaullistas medio desencantados y, sobre todo, para los votantes indecisos, el fervor patrio no los identificara con los gaullistas duros y los motivara a votar como ellos. Eventualmente lo consiguió, gracias al avance sorpresivo de sus puntos de vista en la primera batalla. En la primera vuelta de votaciones, Chirac quedó relegado al tercer lugar.

Francois Mitterrand mantuvo otras dos disputas discursivas que también ganó. En una logró contrarrestar las percepciones negativas acerca de la izquierda que había entre la mayor parte de los indecisos, y que muchos socialistas alimentaban. Ellos  pensaban que las divisiones dentro del partido socialista minarían su capacidad de trabajo proselitista. Además, tenían dudas sobre la capacidad real de gobierno de un futuro equipo socialista, que los estrategas del principal candidato a vencer, el presidente de centro Valéry Giscard d’Estaing, buscaban reforzar.

Mitterrand narró y narró procesos en los que distintos grupos habían unido esfuerzos para combatir antagonistas comunes, y habían evitado que sus diferencias ideológicas los dominaran, en las décadas posteriores a la guerra, como durante la resistencia a los nazis. También explicó hechos de ambos periodos en los que él había tenido un papel de agente clave. Finalmente, encabezó una corriente de izquierda amplia y confiada en su potencial.

En el otro frente, François Mitterrand identificó su agenda temática con la de los franceses. Actuó de dos maneras para alcanzar la convergencia. Fue detectando las preocupaciones difusas de la población y encontrando formas definidas de nombrarlas. Al mismo tiempo, hizo que se hablara más de los temas que él jerarquizaba y menos de los que promovía Giscard. En la segunda vuelta, Mitterrand fue visto, no sólo como el abanderado de la izquierda, sino como el mejor representante de la mayoría.

La campaña de Mitterrand puede ser utilizada como modelo de libro de texto en materia de estrategia electoral. Deconstruyó y reconstruyó la identidad de sus adversarios; construyó la suya propia; asoció la agenda política nacional con su postura. Lo hizo ofreciendo testimonios, narrando, explicando, nombrando. Sus palabras quedan, entonces, también como un corpus valioso para los estudiosos del discurso.

François Mitterrand actuó con las palabras de formas cuya explicación requiere, entre otras, la idea de que quien habla manifiesta una actitud con respecto a las denotaciones clasificatorias y las connotaciones valorativas de las palabras que emplea; es decir, que suscribe o cuestiona las denotaciones y las connotaciones. Esto es así, puede ser así, porque, como dice Henry Widdowson, el discurso es comportamiento enmarcado en, pero no gobernado por, las reglas de la lengua. De hecho son las tomas de postura, el trabajo discursivo, lo que va moldeando la lengua. Ideas como éstas, que han producido un giro lingüístico en las humanidades y las ciencias sociales, son la materia de esta columna. Mis propósitos son exponerlas y ofrecer análisis de fragmentos de diferentes tipos de discursos, principalmente literarios, políticos y mediáticos

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