Castaños, Fernando. 1984. “Las categorías básicas del análisis del discurso y la “’disertación’”. Discurso: cuadernos de teoría y análisis, no. 5. México. Unidad Académica de los Ciclos Profesional y de Posgrado, CCH, UNAM. 11-27.
LAS CATEGORIAS BASICAS DEL ANALISIS DEL DISCURSO Y LA “DISERTACION”
Fernando Castaños
Coordinación cie Humanidades
UNAM
Introducción
En virtud de que los participantes de este Simposio provenimos de diversas disciplinas y profesiones y que, por lo tanto, es difícil hacerse una idea acerca de dónde coinciden y dónde divergen nuestros marcos de referencia, me parece conveniente introducir mi ponencia situando el análisis del discurso en mi campo, aunque sea de manera muy general. Empezaré, por lo tanto, indicando qué significa el análisis del discurso para el quehacer teórico, la investigación experimental y el diseño de soluciones en la enseñanza de lenguas extranjeras, actividades que de manera conjunta reciben la denominación general de “lingüística aplicada”.
El análisis del discurso es el catalizador y el eje articulador de una revolución en la enseñanza de lenguas extranjeras. Una revolución que ha repercutido en todos los ámbitos de la profesión: desde la disposición del mobiliario en el salón de clase hasta la actitud del profesor en la corrección de errores; desde el formato de los ejercicios hasta el contenido de los programas; desde la investigación sociológica sobre el lugar de la lengua extranjera hasta la investigación psicológica sobre su adquisición.
Lo que el análisis del discurso ha hecho es poner de manifiesto que saber un idioma no es sólo poder componer oraciones gramaticalmente correctas sino, sobre todo, poder usarlo. Y usarlo para decir que esto es así, que aquello es asá; para invitar, insultar, ordenar, protestar, solicitar, perdonar…; es decir, para realizar actos verbales.
Saber hablar es poder decir y poder actuar: este planteamiento resume, aunque de manera muy general, lo que el análisis del discurso es para la lingüística aplicada. Y este planteamiento es también lo que ha impulsado la revolución a la que me refería inicialmente, en el sentido de que ha provocado, por ejemplo, que la actividad dominante en la clase de idiomas ya no sea, como era en la mayoría de los casos todavía hace diez años, la repetición incesante de oraciones dichas por nadie a nadie para decir nada. Dicha actividad no ha desaparecido aún, y quizá no deba desaparecer, pero actualmente ocupa una porción de tiempo reducida. El lugar central que antes tenía lo ocupan ahora actividades que eran marginales, tales como la representación de diálogos o la conversación, y también actividades nuevas como los llamados juegos comunicativos.[1]
Unidades de Análisis
Para la lingüística aplicada, entonces, hablar de análisis del discurso significa reconocer en el lenguaje niveles de organización diferentes a la gramática. Esto implica el uso, además de la oración, de unidades de análisis distintas a la oración. En las teorías vigentes hay otras dos unidades: la proposición y el acto ilocucionario, que corresponden al decir y al actuar a que me refería anteriormente.
Hay tres enfoques para distinguir entre oración, proposición y acto ilocucionario. El primero es el que siguió Strawson para distinguir la oración de la proposición, en 1950; luego, el enfoque que siguió Austin para establecer el concepto de acto ilocucionario, a fines de los cincuenta. Y finalmente, además de éstos, que provienen de la filosofía analítica, está el que siguió Henry Widdowson a principios de los setenta para introducir en la lingüística aplicada la distinción entre oración y acto ilocucionario.[2]
El primer enfoque, de Strawson, es esencialmente el mismo que siguió Searle en los sesenta cuando reunió y reformuló las distinciones de Strawson y Austin; aunque Searle hizo algunas variaciones e introdujo cierta terminología, razón por la cual puede ser conveniente designarlo con los nombres de Strawson y Searle.
Ahora bien, me parece que hace falta en esta categorización una cuarta unidad de análisis, que yo llamo “acto de disertación”. Es necesario introducir una distinción entre ilocución y disertación: ordenar, solicitar, invitar, son actos ilocucionarios; aseverar y preguntar son actos de disertación: definir, clasificar, generalizar, son, a su vez, tipos de aseveraciones, es decir, también son actos de disertación.
Lo que estoy proponiendo es que los actos de disertación no son un subtipo de actos ilocucionarios, como se ha venido considerando en la filosofía y en la lingüística aplicada, sino que constituyen una categoría del mismo nivel jerárquico. Mi propósito, más que discutir, es indicar los elementos para la discusión de esta propuesta a partir de los tres enfoques mencionados anteriormente: el de Strawson y Searle, el de Austin y el de Widdowson. A continuación expondré un panorama global de cada uno de ellos, para abordar las categorías básicas del análisis del discurso y situar mi propuesta en este panorama.
Strawson y Searle
Recordemos que el propósito de Strawson (1950) al distinguir entre oración y lo que ahora llamamos proposición era esclarecer algunos puntos en la discusión de uno de los temas centrales de la filosofía del lenguaje: las relaciones entre significado y verdad. Más específicamente, quería esclarecer y criticar algunos puntos relacionados con el tratamiento que Bertrand Russell había hecho de oraciones como:
(1) El Rey de Francia es un hombre sabio.
Bertrand Russell había planteado que para que una oración tenga sentido necesita tener un valor de verdad, es decir, ser falsa o verdadera. La oración (1) tiene sentido y, por lo tanto, tiene que ser o verdadera o falsa; pero, ¿cómo puede ser verdadera o falsa si se refiere a algo que no existe?
Este planteamiento llevó a Russell por un camino bastante complicado, aunque muy interesante, a conclusiones poco plausibles. No es necesario entrar aquí en detalle porque lo que hizo Strawson fue cuestionar el primer supuesto de Russell, el que asocia el sentido directamente con la verdad o falsedad.
Strawson hizo notar que no podemos decir que la oración en sí sea verdadera o falsa; esto no tiene sentido porque lo que es verdadero o falso es la proposición que se expresa con ella.[3] La oración en sí no se refiere a nada en particular ya que si se pronuncia en dos períodos históricos diferentes, la persona a la que se refiere no podrá ser la misma; por lo tanto, se estarán expresando distintas proposiciones, que pueden ser una verdadera y otra falsa.
Para Strawson, el sentido de una oración no es simplemente una de estas proposiciones, sino precisamente lo que nos permite expresar con esa oración un sinnúmero de proposiciones.[4] Además, el hecho de que en un momento dado se exprese una proposición, y no otra, dependerá del momento y del contexto en que se use la oración.
Entonces, con la misma oración se pueden expresar distintas proposiciones. Lo inverso también es cierto: se puede expresar la misma proposición con distintas oraciones; se puede, por ejemplo, decir en el siglo XVIII:
(2) El Rey de Francia es un hombre muy odiado.
Y la misma proposición se puede expresar con:
(3) Luis XVI es un hombre muy odiado.
Searle señala esto diciendo que la oración y la proposición tienen distintos criterios de identidad.[5] Para decidir, frente a dos cosas, si se trata de la misma oración o de dos oraciones diferentes, nos fijamos en la selección y en el orden de las palabras. En cambio, para decidir si se trata o no de la misma proposición, tenemos que preguntarnos por aquello a lo que se está haciendo referencia, así como por lo que se está predicando de ese referente.
Ahora bien, lo más importante de Searle es que muestra que el acto ilocucionario tiene criterios de identidad diferentes a los de la oración y la proposición. Estos criterios tienen que ver con las relaciones sociales entre hablante y oyente, así como con las intenciones del hablante.
Así, Searle plantea pares de situaciones con alguna variación; por ejemplo, que en un caso se diga:
(4) Te prometo venir mañana,
y que en el otro se diga
(5) Te prometo no venir mañana.
Aquí se muestra cómo se puede mantener la identidad del acto ilocucionario, prometer, tras hacer un cambio de proposición (de una en que se predica “venir” a otra en que se predica la negación, uno venir”).
Se puede plantear otro par para mostrar lo inverso: que se puede mantener la identidad de la proposición aun cuando cambie la ilocución. Por ejemplo:
(4) Te prometo venir mañana
(5) No te prometo venir mañana.
Podemos, entonces, tener la misma ilocución con distintas proposiciones y la misma proposición con distintas locuciones.
Una innovación importante que hace Searle es re-definir la proposición, simplemente, como la asociación de un sujeto y un predicado. La aseveración de una proposición se distingue, así, de la proposición en sí y, por lo tanto, la cuestión de los valores de verdad no se plantea con respecto a toda proposición, sino sólo con respecto a las proposiciones aseveradas. Es decir, que en:
(7) La banca está nacionalizada
Y en:
(8) ¿Está nacionalizada la banca?
Y se expresa la misma proposición, pero en un caso ésta se asevera, y en el otro la aseveración está suspendida. Tenemos dos actos —para Searle dos actos ilocucionarios— distintos: la aseveración y la pregunta, o aseveración suspendida.
Ahora bien, lo que yo planteo es que la aseveración y la pregunta no son actos ilocucionarios, sino actos de disertación. La diferencia entre la teoría vigente y mi propuesta se puede plantear así: para la teoría, en la intervención ideal de un hablante, el analista puede reconocer o reconstruir una oración, una proposición y, digamos, ya sea una aseveración o un ofrecimiento —o bien, ya sea una aseveración o una solicitud, etc.—. Yo sostengo que, aparte de la oración y la proposición, se pueden reconocer tanto la aseveración como el ofrecimiento —o bien, tanto la aseveración como la solicitud, etc.—.
Para mostrar lo que digo se puede plantear una situación y, a la manera de Strawson y Searle, variar elementos de ella para crear pares de comparación. Se puede hacer esto de una manera sistemática y con todo rigor mostrando que los actos de disertación tienen criterios de identidad distintos de las oraciones, de las proposiciones, y de los actos iocucionarios.[6] Pero para mis propósitos sólo mostraré rápidamente que los actos de disertación y los actos ilocucionarios tienen distintos criterios.
Supongamos que un amigo, Gustavo, tiene enfrente una forma de inscripción y que yo sé que la tiene que llenar. Entonces saco mi pluma y le digo:
(9) Seguro no traes pluma.
Para contrastar, supongamos que en lugar de (9), yo le digo a Gustavo:
(10) ¿No traes pluma?
En ambos casos tenemos el mismo acto ilocucionario: el ofrecimiento de mi pluma. Pero tenemos distinta acto de disertación: una aseveración y una pregunta.
Para ver lo contrario, supongamos ahora que Carlos se dirige a Graciela diciendo:
(11) ¿Que es el matrimonio?
a lo que ella responde:
(12) La aceptación de un orden.
Y, para contrastar, supongamos que Matilde escribe en un ensayo:
(13) ¿Qué es el matrimonio? La aceptación de un orden.
Tenemos, tanto en el caso de Carlos como en el de Matilde, el mismo acto de disertación: una pregunta. Pero tenemos distintos actos ilocucionarios. En el primer caso tenemos una solicitud de información (o de opinión). En el segundo caso, la pregunta no solícita respuesta, sino que la anuncia. Es parte de una unidad que proporciona información (u opinión).
En resumen, podemos tener la misma ilocución con distintos actos de disertación y el mismo acto de disertación con distintas ilocuciones. Esto es, básicamente, lo que quería mostrar. Pasemos ahora a considerar el siguiente enfoque.
Austin
El trabajo de Austin, escrito después del de Strawson y antes del de Searle, también parte de la preocupación de la filosofía del lenguaje por las relaciones entre significado y verdad. Pero, a diferencia del trabajo de Strawson, su preocupación principal no es localizar el ámbito o nivel en el que son válidas las consideraciones sobre valores de verdad. Más bien, lo que intenta es mostrar que muchas veces tales consideraciones carecen de importancia, o incluso de sentido.
Austin nos dice, por ejemplo, que cuando un cura bautiza a un nulo, no está diciendo que lo está bautizando: lo está bautizando. No está aseverando que el niño se llama de determinada manera, está haciendo que el niño se llame así.
Ordenar no es describir la orden. Insultar no es describir el insulto. Perdonar no es describir el perdón. La orden, el insulto, el perdón no son descripciones de los hechos: son los hechos. No tiene, por lo tanto, sentido preguntarse si son o no verdaderos, al menos no en el sentido en que nos preguntamos si una descripción es cierta o no.
Hacer con la palabra por la palabra. Desde esta postura llega Austin al concepto de acto verbal, que es inicialmente una metáfora. Es una metáfora que nos remite a un símil, a una comparación: el habla es como la acción.[7]
Una acción provoca otras acciones. Las palabras desencadenan acciones. He ahí el punto de comparación. Pero, ¿cómo es que sucede esto? ¿Cómo pueden las palabras desencadenar acciones, siendo como son, de naturaleza tan distinta? Austin, con gran lucidez, vislumbra la respuesta. Nos dice: las palabras inauguran acción consecuente.[8] Para seguir por este camino tenemos que darnos cuenta de que el término “inauguración” tiene una doble lectura. Por un lado quiere decir precedencia, lo que implica que las palabras y las acciones se encuentran, en algún terreno, como iguales. Las palabras inician, son las primeras de una serie de acciones. Por otro lado, la inauguración es el ritual que reconoce y legitima, que acepta la existencia de las acciones.
Las dos lecturas son complementarias. Las palabras dan a las acciones entrada al terreno del discurso, y es así que las palabras pueden ser como las acciones: porque las acciones se vuelven como las palabras.
Estamos en el terreno de la aceptación, de la propiedad. Las palabras, los actos verbales, vuelven apropiadas (o inapropiadas) las acciones, los actos físicos. Golpear a alguien deja de ser inapropiado después de un insulto. Tener relaciones sexuales deja de ser mal visto después de un “sí acepto” frente al juez civil. Estamos, efectivamente, en el dominio de lo civil.
Desafortunadamente, este planteamiento no se desarrolló. La pista que descubrió Austin se perdió más adelante, en el psicologismo de la perlocución, aunque la intención de este autor era precisamente distinguirla de la ilocución. Con la perlocución se busca un tratamiento diferente al desencadenamiento de la acción por la palabra. En lugar de la inauguración de acción consecuente, se plantea la motivación de acción consecuente. Se investiga ya no cómo se encuentran la acción y la palabra, sino cómo la palabra despierta deseos y temores que nos llevan a la acción.
El problema es que se ha llegado a pensar que la perlocución es más básica que la locución, que aquélla es algo así como la última instancia de ésta. Se ha llegado a querer definir las ilocuciones en términos de perlocuciones, cuando una y otras pertenecen a órdenes diferentes.
No es que las cuestiones psicológicas no tengan nada que ver con la caracterización de los actos ilocucionarios. Sí tienen que ver. La intencionalidad, en particular, ha sido central en la mayoría de los análisis que se han hecho. Lo malo está en sustituir con la explicación, o lo que parece explicación en términos psicológicos, el tratamiento de la locución en términos civiles, porque éstos corresponden a dominios cualitativamente diferentes. Porque los actos ilocucionarios crean y modifican las condiciones para interpretar las acciones como actos, y para juzgar la propiedad de estos actos (y, por supuesto, también crean y modifican las condiciones de interpretación y propiedad de otros actos ilocucionarios).
Daré un ejemplo para ilustrar lo que estoy diciendo. El otro día estuve en una reunión para partir una rosca de Reyes. Nos encontrábamos un amigo y yo platicando en medio de gente con quienes no teníamos mucha familiaridad. Sentía yo, por lo tanto, y creo que mi amigo también lo sentía, que lo que decíamos y lo que hacíamos era particularmente conspicuo. Sentía que era muy fácil quedar mal. Me encontraba particularmente vigilante de mi volumen de voz y de mi comportamiento, y por extensión, de los de mi amigo.
Tal era la situación, cuando mi amigo aprovechó una pausa en la conversación para llevarse la mano al bolsillo y decir: “me voy a echar un cigarrito”. Cuando ya estaba fumando, le pregunté por qué me informaba lo que iba a hacer cuando ello era evidente, o si no lo era en el momento del anuncio, lo sería un momento después. Se quedó perplejo y me dijo: “No sé, creo que realmente no era necesario”. Entonces repuse: “Pero yo creo que no te hubieras atrevido a sacar el cigarro sin anunciarlo. Es más, estabas esperando un momento adecuado para hacer el anuncio”. “Tienes razón”, dijo; “hubiera sido sacante de onda, sobre todo en esta situación”.
Lo que habría sido ‘sacante de onda’, lo que habría sido inapropiado, era haber interrumpido la conversación, haber desviado la secuencia de preguntas, respuestas y comentarios. En esa situación, sacar el cigarro era una interrupción. E interrumpir era inapropiado. En otras situaciones, por supuesto, puede ser diferente.
El relato anterior no carece de alusiones o fenómenos psicológicos pero lo que quiere hacer notar es que dichos fenómenos no dan cuenta suficientemente de la interacción que se lleva a cabo. Esta interacción se da dentro de un marco que permite juzgar la propiedad de las acciones, y una parte importante de la interacción consiste, precisamente, en modificar ese marco. Mi amigo, como ente psicológico, tenía disposición a interactuar más o menos dentro del marco, y tenía interés en modificarlo, pero el marco no era psicológico: era civil, social.
Visto desde otro ángulo, la intención de mi amigo al decir “me voy a echar un cigarrito” no era despertar en mí el deseo de fumar, ni ningún otro; él sabe que no fumo. Lo que esa enunciación posibilitó fue que él realizara las acciones necesarias para satisfacer su propio deseo de fumar.
No es difícil encontrar otros ejemplos del uso de la palabra para darle propiedad a las acciones que interrumpirán una situación comunicativa: “Pero pásale, no te quedes allí parado”, “siéntate, por favor”, “ahora vengo, voy al baño”, “saben qué, se me hace tarde”, “, colgamos al mismo tiempo? Una, dos, tres”.
He escogido un terreno relativamente fácil para ilustrar la tesis de que los actos ilocucionarios crean y modifican las condiciones de propiedad: el terreno de las interrupciones. Con una exposición bastante breve, hemos podido darnos una idea de cómo funcionan las solicitudes, invitaciones y demás, en este terreno. Pero no hay ninguna razón para pensar que los actos ilocucionarios funcionen esencialmente de manera distinta en otros terrenos.
Podemos, por ejemplo, imaginarnos, sin hacer un análisis detallado, que la organización del trabajo depende de permitir y proscribir actos (de hacer que unos sean apropiados y otros inapropiados), aunque, por supuesto, no sólo de esto. Lo mismo podría decirse del desarrollo de la convivencia familiar. Y podemos imaginarnos que esta constante definición y re-definición de las condiciones de propiedad se efectúa en solicitudes, invitaciones, órdenes, ofrecimientos y muchos otros actos ilocucionarios, para los cuales a veces no tenemos nombre.
Ahora bien, si se tiene claridad sobre esto, es fácil darse cuenta de que los actos de disertación no son actos ilocucionarios. Una aseveración, o si queremos ser un poco más específicos, una definición, una clasificación, una generalización, no inauguran una acción consecuente, lo que no significa que no tengan ningún efecto sobre la acción. Sí lo tienen, pero no a través de las condiciones de propiedad o aceptación de las acciones. Los actos de disertación tienen efecto sobre las acciones porque modifican nuestro conocimiento.
Vemos un ejemplo para ilustrar la distinción. Consideremos dos casos. Por un lado, tenemos un letrero en un teatro que dice: “prohibido fumar”. Por otro lado, tenemos una cajetilla de cigarros que dice: “fumar daña su salud”. A falta de términos técnicos, designemos, aunque sea de manera provisional, estos dos actos con las palabras cotidianas “prohibición” y “advertencia”.
Supongamos ahora que en cada caso hay una persona que lee y comprende el letrero, pero que hace caso omiso de él. El que fuma a pesar de la prohibición, está realizando un acto indebido. El que fuma a pesar de la advertencia, no está realizando un acto indebido. Algunos dirían que está realizando un acto estúpido, por las consecuencias que puede tener, aunque el que fuma quizá responda que para él es inteligente buscar el placer.
El letrero de “prohibido fumar” establece la prohibición, hace indebido el acto. El letrero de “fumar daña su salud” no hace dañino el acto. La advertencia nos hace saber que el acto es dañino. Su intención es crear o modificar un conocimiento, o al menos hacerlo presente, si es que ya existe.
Resumamos lo dicho hasta ahora. A partir del enfoque de Strawson y Searle se puede mostrar que los actos de disertación y los actos ilocucionarios tienen distintos criterios de identidad. A partir del enfoque de Austin, se puede ver que los actos ilocucionarios inauguran una acción consecuente porque crean y modifican las condiciones de propiedad; pero los actos de disertación afectan las acciones porque modifican nuestro conocimiento. Enfoquemos la cuestión ahora desde el punto de vista de Widdowson.
Widdowson
El enfoque de Widdowson es más lingüístico que los anteriores; discute las unidades del discurso en relación con sus reglas de combinación. Parte de una preocupación de la lingüística aplicada darse cuenta de que la capacidad para componer oraciones gramaticalmente correctas no implica la capacidad para producir o entender textos. Parte de darse cuenta de que un alumno puede haber alcanzado un grado considerable de dominio de la gramática inglesa y de todas maneras no puede participar satisfactoriamente en un diálogo o no puede escribir un párrafo coherente en inglés.
Widdowson compara dos maneras diferentes de organizar un trozo de discurso. Podemos ilustrar esto con el siguiente texto de Xavier Villaurrutia:
Los ingleses han comprendido, que si son los maestros de la novela policiaca, no lo son de la película policiaca, y que si Wilkie Collins es el creador del género, son los americanos los que han escrito textos susceptibles de una fácil y eficaz adaptación al cinematógrafo. La lógica del detective en las novelas inglesas, la falibilidad del sargento Cuff el método inductivo de Sherlock Holmes y la agudeza del padre Brown, se sostiene mejor, por su carácter subjetivo, en el libro que en la imagen. Y más que de acción, los detectives ingleses son hombres de diálogo. . .[9]
La segunda oración de este fragmento, “que si son los maestros de la novela policiaca”, no podría interpretarse fuera de su contexto, porque tiene un sujeto tácito. Pero en su contexto, sabemos que el sujeto del verbo “son” es “los ingleses”, porque éste es el sujeto del primer verbo, “han comprendido”. Sabemos que los dos verbos tienen el mismo sujeto porque ambos presentan la conjugación de la primera persona del plural.
La interpretación de la segunda oración (y también de la tercera) se da entonces gracias a, y está mediada por, principios sintácticos: las reglas de conjugación. Otra parte de la gramática interviene también en la co-interpretación de distintas partes del texto: la semántica. Por ejemplo, sabemos que Villaurrutia quiere decirnos que Wilkie Collins es el creador de la novela policiaca porque el significado de ‘género’ y de ‘novela policiaca’ están relacionados. El primer término abarca al segundo (y a otros más). De manera similar, la interpretación de ‘imagen’ en el texto depende de sus relaciones con ‘cinematógrafo’ y ‘película’ en el sistema semántico.
Es claro que las reglas sintácticas y la estructuración semántica de la lengua no actúan por sí solas en las co-interpretaciones a que me he referido. Se requiere además de ciertos principios de organización propiamente textuales, como el orden en que ocurren las oraciones con sujeto explicito y sujeto tácito, o con un término general y uno especifico. Pero también es claro que estos principios son principios para la utilización de la gramática. De un texto que los utiliza bien se puede decir, con Widdowson,[10] que tiene cohesión.
Hay que añadir a este concepto de cohesión dos factores que funcionan como ligas de co-interpretación.
a) La simple repetición y la utilización de términos en el mismo campo semántico; por ejemplo, el uso del adjetivo ‘inglés’ tres veces y el uso del adjetivo ‘norteamericano’ una vez. Esto le da al texto una especie de densidad semántica que nos indica que las diferentes oraciones son parte del mismo todo.
b) El orden de los temas en las distintas unidades de información del texto. El párrafo empieza hablando de los ingleses. La oración que sigue al primer punto y seguido empieza hablando de la lógica en las novelas inglesas. Y después del siguiente punto se habla de los detectives ingleses. Además, en las tres primeras oraciones se forma una unidad que sirve para contrastar la habilidad de los ingleses en la novela y en el cine. Primero se dice algo con respecto a la novela y luego con respecto al cine. Esta misma estructura se repite en la siguiente unidad, que consta de dos oraciones. Y se vuelve a repetir en las siguientes tres oraciones.
La cohesión, entonces, tiene que ver con los factores que determinan los criterios de identidad de las oraciones: la selección y el orden de las palabras. En el siguiente diálogo, que es mi paráfrasis en español de un diálogo de Widdowson[11], se ilustra la segunda manera de organizar un trozo de discurso:
(14) — Tocan.
— Me estoy bañando.
— Chín! A mí se me van a quemar las tortillas.
El marido, que está cocinando, le dice a su mujer que si puede abrir la puerta. Ella le contesta que no puede ir. Finalmente, él expresa que se encuentran en una situación difícil, porque para él no va a ser muy fácil ir a abrir, ya que ello implica dejar una actividad que está realizando, y dejarla tiene consecuencias negativas. Por supuesto, nuestra pareja no dice todas estas palabras; ello sería horriblemente artificial.
Lo que quiero hacer notar es que mi descripción tiene cohesión, y el diálogo original no la tiene. En el diálogo original, a diferencia de la descripción, ninguna oración depende, para su interpretación como tal, de ninguna otra oración. No se están explotando, en este sentido, ni la sintaxis ni la semántica: y tampoco se están explotando para darle densidad al diálogo; ni para organizar sus temas en estructuras relacionadas.
Pero, a pesar de que el diálogo no tiene cohesión, reconocemos en él una unidad discursiva; no lo tomamos como frases sueltas sin ninguna relación. Hay lo que Widdowson llama coherencia. Y la coherencia se da, no entre oraciones, como es el caso de la cohesión, sino entre los actos que se realizan eón esas oraciones.
En la primera intervención del diálogo tenemos una solicitud —o una orden, dependiendo de la relación entre mujer y marido—. En la segunda intervención, tenemos una respuesta a la solicitud, una respuesta negativa por cierto, pero una respuesta al fin y al cabo. Y en la tercera tenemos la aceptación, si bien a regañadientes, de la respuesta.
Cohesión y coherencia dos niveles de organización del discurso dos niveles que requieren unidades distintas. La cohesión se da entre oraciones y la coherencia entre actos ilocucionarios. La gran mayoría de los discursos que producimos cotidianamente tienen coherencia Y muchos de ellos tienen, además, cohesión.
Lo importante de la teoría de Widdowson es, entonces, que justifica la distinción entre oración y acto ilocucionario mostrando que es necesaria para poder hablar de distintos tipos o niveles de unidad discursiva. Desgraciadamente él no es totalmente consistente con este principio de correspondencia entre unidades del discurso y niveles de organización. Cuando, a fines de los setenta, considera la proposición, habla de ella a veces con relación a la cohesión ya veces con relación a la coherencia, sin asignarle un nivel propio de organización.[12]
Para remediar la deficiencia de Widdowson y evitar la confusión que surge de ella, podemos recurrir al holandés T. van Dijk, quien nos brinda un criterio para la organización entre proposiciones. Nos dice que si los hechos a los que nos referimos en el discurso están conectados en el mundo, entonces el discurso tiene coherencia.[13] Para no confundir este uso de “coherencia” con el concepto utilizado por Widdowson, diremos que éste es un criterio de unidad discursiva. Más específicamente, para distinguirlo de la cohesión y la coherencia, llamémoslo conexión.
Es necesario recurrir a van Dijk críticamente, porque tiende a reducir la unidad discursiva a la conexión. Es necesario señalar que ésta es sólo uno de los niveles de unidad. Es claro, como lo diría él, que si empezamos a hablar de asolearse en la playa y luego seguimos hablando de esquiar, de ver gente en paracaídas paseando por la bahía jalados por una lancha, de beber agua de coco, nuestro texto tendrá unidad porque éstas son cosas que pasan cuando vamos de vacaciones al mar. Y habrá unidad aunque las palabras que se usen no estén relacionadas en el sistema de la lengua, o más abiertamente, aunque haya muy poca cohesión. Pero también es cierto que puede haber cohesión sin conexión. Para ilustrar esto consideremos la siguiente adivinanza de la época de la secundaria: ¿en qué se parece una fragata a un ave? La respuesta es: la fragata está en la guerra. La guerra está en el mundo. El mundo es una bola. La bola bota. La bota es un zapato. El zapato se pone. La gallina pone. Y la gallina es un ave.
En la respuesta hay unidad discursiva sólo por la organización de los temas y la repetición de palabras. En la primera oración el tema del que se habla es la fragata El comentario a ese tema incluye a la guerra, que se vuelve el tema de la siguiente oración. Y así sucesivamente.
La adivinanza y la respuesta tienen coherencia como actos de disertación. Y la respuesta en sí tiene cohesión. Esto sucede aunque no haya conexión. Por supuesto, la coherencia y la cohesión que existen aquí son suficientes solamente en los juegos de secundaria. Fuera de este ámbito un discurso tal seria anómalo, y quizá el juego depende de, tiene sentido precisamente por, la anomalía. Pero ello a su vez indica el reconocimiento de la conexión y la cohesión como niveles distintos por parte de los hablantes nativos.
Es entonces posible hacer explicito el principio que sigue Widdowson al distinguir entre oración y acto ilocucionario. Es posible pedir que a cada una de las unidades del discurso le corresponda un nivel de organización o unidad discursiva. Es posible pedir esto aunque el mismo Widdowson no le asigne un nivel específico a la proposición. Es posible porque podemos asignárselo recurriendo a van Djjk.
Ahora bien, si lo que yo propongo es cierto, si la distinción entre locución y disertación es válida, debemos poder reconocer dos niveles distintos de organización discursiva correspondientes a ellas. Para mostrar que sí podemos hacerlo, quisiera recurrir a un contraste que ya presenté anteriormente: el contraste que hay entre el diálogo de Carlos y Graciela y el ensayo de Matilde. En el primero, Carlos decía:
(11) ¿Qué es el matrimonio?
y Graciela respondía:
(12) La aceptación de un orden.
En el ensayo teníamos:
(13) ¿Qué es el matrimonio? La aceptación de un orden.
En el diálogo de Carlos y Graciela, hay una solicitud de información o de opinión. A ésta sigue el acto de proporcionarla, digamos un ofrecimiento, a falta de un mejor término. La relación entre solicitud y ofrecimiento es una relación de coherencia.
En el caso del ensayo de Matilde no hay coherencia porque no hay solicitud; la pregunta es retórica. Pero ello no significa que deje de ser pregunta. Y tampoco significa que no pueda tener respuesta. La siguiente aseveración es su respuesta. Y la relación entre pregunta y aseveración le da unidad al ensayo, aunque no tenga la coherencia entre solicitud y ofrecimiento del diálogo. Podemos llamar “consistencia” a este nivel de unidad discursiva entre actos de disertación.
Cabe hacer dos aclaraciones. Primero, aunque lo que principalmente le da unidad al ensayo de Matilde es la consistencia, aunque en éste no existe la misma coherencia que en el dialogo, ello no significa que la coherencia esté totalmente ausente del ensayo. Lo que pasa es que no hay coherencia entre sus elementos, pero el ensayo constituye un acto ilocucionario de proporcionar información u opinión. Y este acto ocurre en ciertas condiciones de propiedad.
En segundo lugar, habría que aclarar que, aunque hemos usado el ensayo de Matilde para ilustrar la consistencia por contraste con la coherencia del diálogo de Carlos y Graciela, ello no quiere decir que no haya consistencia en el diálogo. El diálogo es coherente y consistente, porque hay relación de unidad tanto entre actos ilocucionarios como entre actos de disertación. Está la relación entre solicitud y ofrecimiento, y está la relación entre pregunta y aseveración.
Resumen
En las teorías vigentes se consideran tres unidades básicas para el análisis del discurso: la oración, la proposición y el acto ilocucionario. Yo propongo la inclusión de una cuarta unidad: el acto de disertación.
He planteado mi propuesta con referencia a los tres enfoques que existen para abordar la discusión de las unidades de análisis, enfoques que he reseñado, y en parte criticado. He dicho que se puede mostrar que los actos de disertación y los actos ilocucionarios tienen criterios de identidad diferentes. He dicho también que, a diferencia de los actos ilocucionarios, los actos de disertación no inauguran una acción consecuente, sino que afectan la acción porque modifican o hacen presente el conocimiento. Finalmente, he mostrado que la consistencia entre actos de disertación no es lo mismo que la coherencia entre actos ilocucionarios.
Para terminar podemos decir que las categorías básicas para el análisis del discurso son las cuatro unidades y sus correspondientes tipos o niveles de organización discursiva: la oración y la cohesión, la proposición y la conexión, el acto ilocucionario y la coherencia, el acto de disertación y la consistencia.
FERNANDO CASTAÑOS es Profesor en el Departamento de Lingüística Aplicada del C.E.LE. (Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras), de la U.N.A.M., además de trabajar en la Coordinación de Humanidades, también de la U.N.A.M. Ha publicado diversos trabajos relacionados con “actos verbales”; entre ellos “Elements for a Coding System of Argumentation Acts” y “Consideraciones sobre el discurso científico y la definición”.
[1] En los juegos comunicativos se da a los participantes información incompleta pero complementaria. Ellos tienen que reunirla, diciendo e interactuando. Estos juegos comunicativos tienen un objetivo bien definido y su logro indica que la comunicación ha tenido éxito, aunque haya sido con oraciones incorrectas. Si el objetivo del juego no se logra, entonces la comunicación no ha sido efectiva, es decir, los juegos comunicativos retroalimentan a los participantes sobre su uso del idioma. Hay una gran variedad de juegos comunicativos que permiten el ejercicio de diversas estrategias para decir y actuar en una lengua extranjera.
[2] P.F. STRAWSON, “On referring”, Mind, Vol. LIX No. 5. Reimpreso en Logico-Linguistic Papers, London, Methuen, 1971, p. 1-27; J.L AUSTIN, How to do things with Words, London, Oxford University Press, 1962; H.G. WIDOWSON, “Directions in the Teaching of Discourse”, en Explorations in applied linguistics, Oxford, Oxford University Press, 1979, p. 89-100.
[3] P. F. STRAWSON, op. cit.
[4] Idem. p. 12
[5] J. R. SEARLE, Speech Acts: on essays in the Philosophy of Language, London, Cambridge University Press, 1969, p. 24.
[6] F. CASTAÑOS, “Dissertation acts”, (existe fotocopia en la Biblioteca del CELE, UNAM 1982).
[7] J. L. AUSTIN, How to do things with Words, London, Oxford University Press, 1962, p. 16.
[8] Ibídem
[9] X. VILLAURRUTIA, “Sherlock Holmes”, en Hoy No. 55, 12 de marzo, 1938, p. 69. Reimpreso en Crítica Cinematográfica, México, UNAM, 1970, pp. 79-82.
H. G. WIDDOWSON, “Directions in the teaching of Discourse”, en Explorations in Applied Linguistics, (1973), Oxford, Oxford University Press, 1979; p. 96.
[10] H. G. WIDDOWSON, “Directions in the teaching of Discourse”, en Explorations in Applied Linguistics, (1973), Oxford, Oxford University Press, 1979; p. 96.
[11] Ibídem.
[12] H.G. WIDDONSON, Teaching Language as Communication, Oxford, Oxford University Press, 1978, pp. 22-29.
[13] T.A. VAN DIJK, Texto y contexto: semántica y pragmática del discurso, Madrid: Cátedra,
1980.