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Observar y entender la cultura política: algunos problemas fundamentales y una propuesta de solución

Castaños, Fernando. “Observar y entender la cultura política: algunos problemas fundamentales y una propuesta de solución”. Revista Mexicana de Sociología. México. Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM. 75-91.

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Observar y entender la cultura política: algunos problemas fundamentales y una propuesta de solución[1]

FERNANDO CASTAÑOS

Resumen: Se revisan ciertas nociones fundamentales, para el estudio de la opinión pública, entre ellas las de opinión y cultura política. Esta revisión conduce a reconsiderar la definición de “signo”. Se propone que la representación epistémica asociada con el significante es compleja e incluye tres niveles: un núcleo semántico, esquemas y datos. Se plantea, también que, además de esta representación, el significante porta condiciones deónticas y valoraciones.

Abstract: Review of certain fundamental notions for public opinion studies, such as opinion and political culture. This review leads to a reconsideration of the definition of “sign”. The author suggests that the epistemic representation associated with the signifier is complex and involves three levels: a semantic nucleus, schema and data. He also points that, in addition to this representation, the signifier includes deontic conditions valuations.

INTRODUCCIÓN

EL USO COMBINADO DE TODOLOGÍAS diversas en la investigación sobre la opinión pública, que se incrementa rápidamente, muestra que para los analistas la opinión depende tanto de las condiciones de enunciación como de los puntos de vista del enunciante. No existe, sin embargo, un marco teórico que permita integrar coherentemente los resultados. Ello se torna evidente cuando se advierte que las técnicas para suscitar la opinión se emplean de manera diferente de la que correspondería a los propósitos y a las supuestas ventajas de cada metodología.

El objetivo de este trabajo es mostrar que se requiere revisar las nociones empleadas en el estudio de la cultura. En particular, plantea que el concepto de “signo” debe ser redefinido para incluir un conjunto de elementos mayor a los que reúne la definición de Saussure. No sólo es necesario añadir esquemas y datos a los significados nucleares que ha estudiado la semántica para poder dar cuenta de la manera como los hablantes representan epistémicamente la política, sino que  también tiene que reconocerse que el significante está asociado con condiciones deónticas y valoraciones que atañen tanto a lo representado como a sí mismo.

Pienso que identificar las tres dimensiones de la significación (epistémica, deóntica y valorativa) y reconocer en cada una de ellas más de un nivel nos permitirá formular adecuadamente la idea de que una opinión es el producto conjunto de la cultura política y la cultura comunicativa. Esto debería, en consecuencia, proporcionar bases para explicar las contradicciones aparentes entre opiniones proporcionadas en diferentes situaciones de comunicación, como productos de distintas combinaciones o como enunciados que dirigen la atención a distintos niveles del mismo signo. También debería conducir al desarrollo de criterios para el mejor empleo de los métodos y las técnicas existentes. Tal vez sugeriría incluso formas nuevas de recabar la opinión.

Los problemas analíticos y metodológicos que se discuten aquí se ejemplifican con datos procedentes de dos programas de investigación que han incluido sendas encuestas nacionales en México, uno de los cuales comprende también un proyecto de realización de entrevistas profundas actualmente en curso. La propuesta de redefinir el signo parte de un planteamiento hecho por Luis Fernando Lara con base en reflexiones lexicológicas y consideraciones sobre la adquisición de una lengua. Dicha propuesta se sustenta en parte en una discusión de las aportaciones más pertinentes en el campo de la semántica en la segunda parte del siglo XX, que de hecho rebasan la definición de Saussure. Se apoya también en la idea de que las dimensiones fundamentales de los sistemas semióticos deben corresponder a los tres tipos de actos de habla que he distinguido en otros trabajos, puesto que las condiciones y los efectos de los actos son semióticos. Asimismo, recoge las visiones sobre la representación que se encuentran en los estudios actuales sobre la producción y la comprensión del discurso.

Por su índole exploratoria, decidí dar al trabajo un carácter híbrido entre el artículo y el ensayo. Consideré pertinente emplear también, en algunos fragmentos, ciertos recursos del relato. No era suficiente la argumentación, ni lo hubiera sido la presentación detallada de resultados; me pareció necesario hacer explícitos los intentos de circunscribir, ampliar o modificar las nociones con las que trabajo, así como mostrar el origen de estos intentos en la experiencia personal. Por estas razones, quizá su lectura requiera un esfuerzo un poco mayor al que normalmente se invierte en un texto con estructura y características más predecibles, un texto como el que comúnmente anuncia una introducción como la presente. Solicito atentamente la anuencia del lector para esta licencia.

Uno

Cuando intento registrar algunas opiniones, o cuando estoy tratando de describir qué actitudes podrían estar siendo expresadas por esas opiniones, surgen frente a mí muchos problemas ontológicos, epistemológicos y científicos. En el trabajo de campo y en el escritorio, dudo acerca de aquello que busco entender: no sé si se trata de entidades o de propiedades. Me preocupa si las notas en mi cuaderno dirigirán mi atención hacia algo distinto de lo que debería observar. No sé si una lectura constante es una regularidad significativa o un sesgo persistente. Quizá mi preocupación principal sea cómo definir la cultura política. La misma palabra “cultura”, en algunas ocasiones, me parece demasiado restringida y, en otras, demasiado extensiva y vaga. Y el adjetivo “política” —que, por su función calificativa, debería acotar el sentido de la expresión— de repente parece concedernos licencia para abordar cualquier asunto y, así, eximirnos de la obligación de guardar rigor.

Por momentos me digo que tales preocupaciones son fútiles; pero luego, debido a que cada vez hay más investigadores que combinan diversas metodologías cuantitativas y cualitativas al estudiar la cultura política, pienso que las (ludas deben confrontarse. Si requerimos distintos tipos de datos, seguramente ha de ser porque reflejan diferentes aspectos del fenómeno que nos interesa. Pero, si ése es el caso, ¿cómo podemos, en su diversidad, integrar los datos para obtener una imagen unitaria del fenómeno? Tal vez estemos empatando inconmensurables.

Mis inquietudes aumentan cuando comparo las razones que, se supone, justifican una metodología dada con las prescripciones que rigen su empleo. No puedo sino experimentar perplejidad cuando, después de leer que los grupos de enfoque [2] complementan o sustituyen a las encuestas porque dependen de la interacción, advierto que la función del coordinador en un grupo de enfoque es justamente la de evitar la interacción. Mi reacción es similar al ponderar las ventajas y las desventajas de la característica esencial de un cuestionario: constar de preguntas discretas (o separadas). Los reactivos discretos permiten lograr confiabilidad pero también eliminan los elementos contextuales que se requerirían para con firmar la validez de lo que se pregunta. Y, me pregunto, ¿acaso es posible la confiabilidad sin validez?

Titubeo ante casi todas las oposiciones metodológicas, como la que tenemos entre experimento y estudio de caso, o entre entrevista estructurada y entrevista abierta. Siempre mis dudas se remiten a presuposiciones sobre el significado que tienen la interrogación del investigador y las respuestas del sujeto. El diseño experimental presupone, de manera explícita o implícita, que el significado de un enunciado será el mismo para distintos grupos de destinatarios, o para grupos compara bies en condiciones contrastantes. Busca, entonces, mostrar divergencias en las respuestas de los sujetos que puedan atribuirse a las distinciones o contrastes predeterminados. Sin embargo, el significado generalmente depende del destinatario y de las condiciones de enunciación.

El estudio de caso no resuelve el problema, pues, aunque es muy sensible a los significados del interlocutor, difícilmente puede dar cuenta de los efectos contextuales. Pero sobre todo, al ser, por definición, ajeno a los significados del investigador, no resulta posible identificarlo con seguridad como instancia de categorías pertinentes. Es decir, no ofrece forma alguna de garantizar lo que algunos han denominado “generalizabilidad teórica” o “representatividad teórica” (véase, por ejemplo, Silverman, 1993: 160). Ello, me parece, es más serio que la imposibilidad de generalización estadística, que ha sido señalada muchas veces; los efectos de ésta serían remontables por triangulación con métodos cuantitativos o por medio de lo que algunos autores llaman “inducción analítica”,[3] si la representatividad teórica fuera posible.

Ahora, en cuanto a las entrevistas, tendemos a pensar que cuanto más estructuradas sean éstas, más rigurosas serán las comparaciones entre las actitudes que podamos inferir de ellas, porque la estructuración debería aislar las opiniones que reflejarían las actitudes. Pero no hay una correspondencia unívoca entre las opiniones que escuchamos y las actitudes que asignamos, porque una opinión es el producto combinado de varias actitudes.

Aquellos elementos que eliminamos de una entrevista cuando la estructuramos, bien podrían ser los índices que nos refieren a las distintas actitudes de una combinación, es decir, bien podrían ser las señales que acotan las opiniones. Hay, entonces, un peligro de que diferentes sujetos suplan las actitudes faltantes de diferente manera, que cada uno recurra a distintas combinaciones. Dicho de otro modo, la estructuración pudiera hacer que las respuestas fueran incomparables y, además, que parecieran comparables.

Por otro lado, las entrevistas abiertas supuestamente reducen el efecto de las preconcepciones del observador acerca del contenido y, por lo tanto, permiten respuestas más auténticas. Pero en una entrevista abierta el sujeto debe responder, no sólo al contenido de una pregunta, sino también a su valor interactivo. Debe tomar o ceder la palabra, alinearse con o contra el entrevistador, juzgar lo que es pertinente y lo que no viene al caso comunicar en el momento particular de la enunciación. Podemos, entonces, encontrarnos observando actitudes relativas a una situación de comunicación específica, más que actitudes sobre lo que creemos es un contenido auténtico.

Dos

Mis inquietudes son probablemente producto de nuestro tiempo. Hay ahora un amplio consenso respecto de que entender los fenómenos culturales implica entender sistemas de significación.[4] Para algunos autores renombrados, las culturas son sistemas de significación, y es común oír que se ha adoptado un “enfoque semiótico” en el estudio de algún fenómeno cultural. Naturalmente, en este contexto podría uno establecer una ecuación entre entender una cultura política y revelar significados políticos o descubrir procesos de producción de significados políticos.

No obstante, ni las teorías de la cultura en general, ni las teorías de la cultura política en particular, nos ofrecen concepciones adecuadas del significado que nos puedan guiar en el uso de procedimientos para captar significados. Aunque los investigadores de la cultura nos han proporcionado algunas de las nociones más importantes que poseemos acerca del significado —como, por ejemplo, la noción de marco de Gregory Bateson—,[5]las bases teóricas que ellos han producido son insuficientes para mostrar qué rasgos del significado pueden ser registrados mejor y con qué metodologías.

Mis preocupaciones aumentan cuando veo ciertos resultados de estudios de cultura política, hayan sido realizados por mí o por otros. Estos resultados desafían las concepciones sobre el significado desde las cuales accedemos al análisis de los datos. Así, por ejemplo, en un estudio reciente en el que participé,[6] se encontró que los mexicanos piensan que una persona puede contribuir mejor a resolver los problemas políticos de México si actúa dentro de un partido político que si lo hace fuera de él. Al mismo tiempo, declaran que confían muy poco en los partidos políticos.

¿Qué se entiende por “partido político” y por “partidos políticos” en estos casos? ¿Se refieren las dos expresiones a las mismas entidades en las dos ocasiones?

En un trabajo anterior (Castaños, 1996c: 44), observé que una mayoría considera peor ser rechazado por la familia que ser muy pobre o sufrir la injusticia y el abuso de la autoridad. Sin embargo, son más las personas que preferirían vivir donde haya seguridad y justicia que en lugares con oportunidades de trabajo y negocios o en los que vivan familiares y amigos, en ese orden. Es decir, la falta de afecto es más grave que la falta de justicia o la falta de prosperidad, pero el afecto es menos deseable que la justicia y la prosperidad. ¿No es esto contradictorio?

Quizá las observaciones más desconcertantes sean las que parecen reflejar directamente el carácter de la cultura política mexicana. Desde la constitución de Morelos, las definiciones de nuestras instituciones han correspondido a las de un país democrático. Sin embargo, en la práctica, los gobiernos han tendido a ser más bien autocráticos.

Algunos analistas han intentado disolver la paradoja postulando que nuestra cultura política es esencialmente autoritaria; y las instituciones, una mera fachada. Sin embargo, esta explicación es difícil de aceptar por tres razones. En primer lugar, los motivos que han impulsado los grandes cambios históricos en el país han sido siempre las causas de la democracia. En segundo lugar, la legitimidad se reclama o se cuestiona por medio de argumentos que tienen dichas causas como premisas y que aducen tales cambios como orígenes. En tercer lugar, la democracia es altamente valorada a lo largo del proceso de socialización de los mexicanos, principalmente en la escuela.

Además de tales razones, hay desde hace algunos años evidencia empírica que muestra que los mexicanos valoran tanto los procedimientos de un régimen democrático como los rasgos característicos de las sociedades democráticas. Así, por una parte, una gran mayoría estaría en desacuerdo con que los presidentes municipales fueran designados y no electos, aunque ello garantizara su buen desempeño en el gobierno (Meyenberg, 1996: 38). Por otra parte, entre la población se expresan claramente la igualdad (Meyenberg, 1996: 36), el pluralismo (Castaños et al, 1996d: 150) y la tolerancia (Flores, 1996: 118).

Me parece más lógico, entonces, plantear que el espíritu de nuestras instituciones es democrático porque nuestra cultura política abriga la democracia.[7] No obstante, debe reconocerse que el mando autoritario se desarrolla dentro de esa misma cultura. ¿Cómo es ello posible? ¿Qué códigos encierra la cultura y cómo se atribuyen a las instituciones, los actores y los aconteceres, para que puedan coexistir aunque sus orientaciones sean divergentes? ¿Tiene la noción misma de “cultura política” alguna utilidad aquí?

Nuevamente, en el campo no parece haber marcos de referencia adecuados para abordar los problemas. Pero en campos afines, como la psicología social, tampoco encontramos los elementos teóricos que requerimos ahora, aunque ya nos hemos beneficiado considerablemente de sus reflexiones, y aunque en la actualidad se llevan a cabo trabajos promisorios ahí. En dichos ámbitos, el trabajo tiende a estar basado en una concepción que coloca los valores, las actitudes y las opiniones en una estructura piramidal. Un valor comprende (y determina) un número de actitudes, y una actitud comprende un número de opiniones. Algunas variaciones de este modelo distinguen dos niveles de valores, uno más fundamental que el otro. Pueden también incluir las creencias, a veces por encima y a veces por debajo de los valores.

Claramente, la concepción piramidal es contraria a dos propiedades de la significación que ya mencioné: la determinación multifactorial de la opinión y lo que tal vez pueda describirse por ahora como “asignación aparentemente incongruente de valoraciones”.

Tres

Por los problemas que uno encuentra al recabar y explicar datos, estoy convencido de que el estudio de la cultura política requiere más de lo que Geertz propuso cuando identificó asuntos críticos en el estudio del significado. Transferir el poder analítico de la semiótica del estudio de los signos abstractos al estudio de los signos en su ámbito natural (Geertz, 1983: 145) no sería suficiente; se necesita reconceptualizar el signo en general, y el signo lingüístico en particular, para trascender las nociones que han prevalecido desde Saussure.[8]

El signo debe concebirse no sólo como la asociación de un significante y una representación epistémica, sino también como el portador de condiciones deónticas y valorizaciones, tanto relativas a lo representado como al significante. Además, en la representación[9] deben reconocerse tres niveles: lo que generalmente se considera “significado semántico”, lo que hoy se denomina “marcos” o “esquemas” de aconteceres y lo que entendemos por “datos”.

Para hablar del núcleo semántico, podemos pensar inicialmente en una clase de signos que ocupa un lugar prominente en nuestra ontología: los sustantivos. En el caso de éstos, el núcleo consiste básicamente de cuatro componentes (véase, por ejemplo, Lyons, 1997: 174-229). En primer lugar, se tiene una definición como las del diccionario, un conjunto de rasgos que configura a lo significado como un prototipo. Esto es lo que los semánticos llaman denotatum. En segundo lugar, tenemos un conjunto, o una lista, de las entidades que pueden ser designadas con el signo: los denotata, es decir, tenemos lo que muchas veces se ha denominado “extensión”, o “definición extensional”.

Además de los rasgos prototípicos y la extensión, el significado semántico de un sustantivo incluye una serie de relaciones de implicación con otros sustantivos, un conjunto de relaciones que se denominan “paradigmáticas” y que incluyen la sinonimia, la antonimia, la hiperonimia y la relación de todo y parte, entre otras. Finalmente, el núcleo semántico comprende también un conjunto de relaciones “sintagmáticas” entre el sustantivo y otros sustantivos o palabras de otras clases, como verbos y adjetivos. Estas son las relaciones que permiten (o impiden) la combinación de signos en un enunciado, las que establecen que puede haber un caballo alazán, pero no uno rubio, y una persona rubia, pero no una alazana. Son relaciones como la que hay entre la palabra “ancla” y la palabra “levar”. Los entrañamientos lógicos de las relaciones paradigmáticas y las posibilidades de combinación de las relaciones sintagmáticas conforman conjuntamente lo que algunas escuelas denominan “sentido”.

En suma, el significado semántico de un sustantivo consta del denotatum, los denotata, el sentido paradigmático y el sentido sintagmático. En el tratamiento de otras clases de palabras, tendríamos que ampliar o reducir las acepciones de estos cuatro componentes y, posteriormente, en el estudio de los signos no verbales, habría tal vez que añadir o eliminar alguno, lo cual quizá nos obligaría a sustituir el adjetivo “semántico” en la expresión que designa el primer núcleo del significado. Pero tal desarrollo sería objeto de otro tipo de trabajo. Espero que, para los propósitos de éste, la breve exposición anterior sea suficiente para indicar cómo es el primer nivel de la representación epistémica. Es el del conocimiento el que nos permite identificar lo nombrado y concebir los mundos posibles.

El segundo nivel, el de los marcos y esquemas, consiste de proposiciones acerca de lo que comúnmente, aunque no necesariamente, ocurre. Incluye también relaciones espaciales y temporales entre los aconteceres esquematizados. Aquí se ubica el conocimiento que nos permite anticipar, al ver un pastel con velitas, que los invitados cantarán “Las mañanitas”, o el que nos lleva a esperar la leyenda “Estados Unidos Mexicanos” al subir la vista por encima del águila estilizada del escudo nacional.

Los datos constan de proposiciones particulares, como la de que la zona metropolitana de la ciudad de México tiene cerca de 20 millones de habitantes, o la de que William Clinton fue electo en 1996 para un segundo periodo como presidente de los Estados Unidos dle América. Los datos pueden estar o no estar asociados entre sí y coincidir o contradecir lo que uno puede inferir a partir de los significados semánticos o esperar a partir de los esquemas, si bien buscar coherencia entre los tres niveles parece ser una característica de la cognición humana.

La idea de que un signo no sólo despierta una definición o evoca una extensión, sino que también pone en juego un sentido, es un desarrollo del planteamiento central que dio la fuerza inicial al proyecto saussuriano de crear una nueva ciencia del lenguaje (la lingüística) y una ciencia general del signo (la semiótica). Para Saussure, un signo existe sólo en la medida en que se relaciona con otros signos y, por lo tanto, los sistemas de signos son autónomos y han de ser estudiados por disciplinas independientes.

Sin embargo, es importante hacer notar que las formulaciones de la índole sistémica de la lengua que podemos hacer a finales del siglo XX se apartan un poco del espíritu saussuriano. Advertir la necesidad de una distinción fina entre denotatum y denotata, por tina parte, y reconocer la productividad inferencial de las relaciones paradigmáticas, por la otra, supone haber aceptado ya los vínculos y los efectos mutuos entre el diccionario y la enciclopedia, que Saussure negaba.

La concepción del significado en la semántica contemporánea sería, entonces, suficiente para obligamos a revisar la noción de signo como la asociación entre un significante y un concepto. Pero, además, la idea, producto de investigaciones en diferentes campos,[10] de que el signo es un índice que nos remite a marcos y esquemas, debería impulsarnos a una segunda revisión.

Ahora, siguiendo una propuesta original de Luis Fernando Lara,[11] quisiera plantear que el signo también significa relaciones entre los hablantes, y no sólo representaciones de lo nombrado, ya sea que éstas se conciban como un solo nivel semántico (simple o complejo) o como los tres niveles que he esbozado (semántico, esquemático y fáctico). Después de considerar las reflexiones de Bühler (1934) y Habermas (1981) sobre el hecho de hablar y comentar el desarrollo de ciertas lenguas criollas, en las que un sustantivo de la lengua original se ha tomado como un morfema gramatical, Lara señala que el problema previo a la introducción de un nombre es cómo saber que se trata de la introducción de un nombre, y no de otro tipo de acto de habla. Posteriormente, propone que, al aprender una palabra, el niño está descubriendo cómo usarla para referir, además de estar formándose el concepto con el cual la asocia el adulto. Más aún, no sólo está aprendiendo a referir con la palabra, sino a interactuar con ella. El niño descubre que decir “mi leche” ante ciertas personas y de ciertas maneras equivale a pedir un biberón.

Incluso, diría Lara, si uno revisa ciertos estudios sobre la adquisición de la lengua, puede observar que la capacidad de emplear el signo en la interacción y la capacidad de usarlo para referir, preceden en muchas ocasiones a la conceptualización. Pero poder ser empleado para referir y para interactuar es propiedad del signo. Entonces, debemos ampliar nuestra noción de signo. Sería, ahora, un significante asociado con un concepto y con un potencial pragmático.

Quisiera llegar a la misma propuesta por otro camino. Ello, pienso, me permitiría no sólo apoyarla sino, tal vez, desarrollarla un poco. Quisiera reunir ciertas ideas de Austin con otras que, en las últimas décadas, han ido surgiendo en diversos ámbitos —sobre todo en la sociolingüística y la lingüística aplicada—, entre las que se encuentran algunas producto de mis propias investigaciones. Quien aprende una nueva lengua, aprende no sólo a componer oraciones de acuerdo con sus reglas gramaticales, sino también a actuar con esas oraciones: a solicitar, ofrecer, aceptar, rechazar, ordenar, invitar, etcétera, Y aprende cuándo, en qué tono, con qué grado de formalidad hacerlo en cuáles circunstancias. Es decir, aprende reglas de gramática y reglas de uso.[12]

Habría que hacer notar que las reglas para usar y actuar con las palabras están acompañadas de reglas para usar y actuar con las cosas. La entrega al niño del biberón que ha solicitado no es una acción meramente física. Es también un acto que cuenta como respuesta a la solicitud y faculta al niño para tomar el biberón y beber su contenido.

Entonces, la palabra “leche” lleva consigo señales sobre lo que se permite hacer con ella y lo que ella, en combinación con otras palabras, puede hacer: crear condiciones en las que dar y recibir un biberón adquieren el sentido de responder, facultar y ejercer la facultad. En términos más generales, hay condiciones que obligan, permiten o prohíben las acciones en las que intervienen las entidades designadas. Ambas condiciones, las que rigen el uso del signo y las que atañen a lo designado, son parte de lo que el signo significa. Así, “Rafael Sebastián Guillén” y “subcomandante Marcos” son signos distintos, como lo percibieron todos los lectores de periódicos en la ciudad de México un lunes de 1996, cuando el gobierno empezó a emplear la primera expresión. Aunque ambas representan a La misma persona, remiten a condiciones diferentes. Con “Rafael Sebastián Guillén”, el emisor aduce condiciones de carácter general para todos los ciudadanos, al omitir la segunda, pone en duda la validez de ciertas condiciones de excepción que la sociedad había otorgado a los guerrilleros del Ejército Zapatista (le Liberación Nacional (EZLN).

Por simplicidad, podríamos referirnos a las condiciones de obligado, permitido,  prohibido como “normas”. Pero tal vez sea preferible designarlas como condiciones “deónticas”, término técnico empleado en la lingüística, la lógica y la filosofía del derecho, pues la idea de norma generalmente implica la de constancia; es decir, se trata de una idea más restringida que la de las condiciones de uso aludidas aquí, las cuales pueden estar sujetas a modificación en el discurso.

Ahora bien, el lenguaje no sólo representa epistémicamente y condiciona deónicamente, sino que también expresa afectivamente.[13] El signo transmite lo que algunos autores llaman “connotaciones”, y que no son más que valoraciones: cuánto importa lo designado y cuán positivo es para el hablante, para el oyente o ara la comunidad lingüística a la que pertenecen. Utilizando ejemplos que ya mencioné, “leche” lleva consigo una valoración de importancia y signo positivo, y ‘Rafael Sebastián Guillén” evita las connotaciones que ha adquirido “subcomandante Marcos”.

Cuatro

Pienso que la reconceptualización del signo, como un significante asociado a unas condiciones deónticas y unas valoraciones, a la vez que una representación semántica, esquemática y fáctica, abre las posibilidades de encontrar soluciones a los problemas analíticos que planteé en las primeras partes de este artículo.

En primer lugar, podríamos dar cuenta de una manera sencilla y coherente de la determinación múltiple de una opinión que, como lo señalé, cuestiona el modelo piramidal prevaleciente. Casi para todo investigador que realiza trabajo empírico en el campo, una opinión, en términos operacionales, es un enunciado o una reacción de acuerdo o desacuerdo frente a un enunciado. Pero un enunciado es una combinación de signos. Por lo tanto, una opinión no podrá ser sino una combinación de las valoraciones a que esos signos remiten, o la reacción ante tales valoraciones.

Pienso que el principio de combinación debe poder aplicarse no sólo a los enunciados sino directamente a las situaciones descritas por los enunciados, ya que percibimos las situaciones desde las representaciones, condiciones y valoraciones que están significadas por los signos de los enunciados. Entonces, este principio puede darnos la pauta para empezar a resolver el acertijo del autoritarismo. Un acontecer pudiera ser percibido como un acto autoritario y como muchas otras cosas al mismo tiempo. Quien lo perciba se vería, en tal caso, forzado a ponderar las diversas valoraciones del caso, una de las cuales, al menos, sería negativa según la hipótesis, pero no necesariamente todas. Sólo después de tal ponderación asignaría una valoración a la combinación, como un todo. Regresaré a este punto un poco más adelante. Es necesario, antes, desarrollar algo más la base semiótica.

Ahora bien, en un enunciado determinado, un signo dirigirá la atención del destinatario hacia el núcleo semántico de una representación; pero en otro, por el efecto de su combinación con otros signos, o por la construcción sintáctica en la que aparezca, podría dirigirla hacia algún dato. Esto es esencialmente lo que causa las valoraciones aparentemente incongruentes en los ejemplos de los partidos políticos. En uno de los enunciados, teníamos la valoración del prototipo de partido y, en el otro, la valoración de partidos particulares, los que se encuentran en los datos. Y la valoración de un prototipo no necesariamente se transfiere a la de una instancia particular, sino que ésta puede tener su propia valoración.

Incluso si dos enunciados dirigen la atención al nivel de los esquemas, aquellos en los que ésta se enfoque podrían ser diferentes. Ello es lo que ocurre en el caso del afecto y la seguridad, aunque la comprensión completa del fenómeno requeriría que la valoración fuera concebida como una función potencialmente discontinua que depende de los grados de satisfacción. Cuando preguntamos qué es peor para una persona, ubicamos un esquema de privaciones severas en el centro del marco de interpretación del destinatario. En este esquema, el afecto es muy valioso. Pero cuando preguntamos en dónde sería preferible vivir, traemos a la tarea de interpretación un esquema diferente; la mera posibilidad de elección entraña un estado de satisfacción relativa de la necesidad de afecto. Aquí, tiene sentido no buscar más afecto, sino procurar otro tipo de beneficios por vivir de acuerdo con la sociedad.

Cinco

La noción de signo propuesta también nos permitiría abordar las preocupaciones teóricas. De hecho, nos brinda una base para construir teorías semióticas, y no sólo desarrollar enfoques semióticos, de la cultura en general y de la cultura política en particular.

Como punto de partida, habría que proponer el concepto de esfera semiótica, como una extensión del concepto de esfera semántica que emplea la lingüística. La esfera semiótica de un signo sería el conjunto de signos que está asociado con el primero, ya sea paradigmática, sintagmática o esquemáticamente.

Puede ahora proponerse una definición de “cultura política” como la intersección de las esferas semióticas de los signos para los individuos, las personas gramaticales, los papeles sociales y los sujetos políticos. Esto quiere decir que el comportamiento político está regido por reglas de naturaleza varia. Algunas son específicamente políticas: definen el trato entre instituciones estatales y entre el Estado y los ciudadanos. Pero otras determinan las relaciones entre diferentes miembros de la sociedad o establecen las condiciones para la interacción comunicativa en general.

Podemos ahora regresar a la cuestión del carácter de la cultura política y de la política. La mayoría de los aconteceres políticos están constituidos por actos de habla que cumplen, transgreden, crean o modifican cierto tipo de condiciones deónticas: compromisos públicos. Esos compromisos, y por lo tanto esos actos, tendrán consecuencias que habrán de ser juzgadas en términos del interés público. Así, un compromiso que tenga resultados valiosos desde el punto de vista del interés público recibirá, a su vez, una valoración positiva; e infringir uno de estos compromisos, una negativa.

Sin embargo, los aconteceres políticos se perciben no sólo en términos de los compromisos del caso, sino también en términos de quién lleva a cabo los actos de habla, cómo y cuándo. Las reglas de interacción relativas a la iniciativa, la modestia, la cortesía y la deferencia tendrán un efecto considerable al decidirse la aceptación o el rechazo del hecho político. Y lo tendrán también las identidades de los actores interpelados. Hacer una promesa a un sindicato no es, por ejemplo, lo mismo que solicitar la colaboración de una comunidad o acordar un pacto de corresponsabilidad con algunos ciudadanos.

En otras palabras, un acontecer político podría ser calificado como autoritario y, por lo tanto, recibir una valoración negativa de parte de una persona que esté en desacuerdo con el autoritarismo. Sin embargo, esa misma persona podría considerar que el acontecer es aceptable, o al menos tolerable, si lo valora positivamente en otros términos. Hablar con propiedad a los otros y procurar interacciones sociales válidas podría tener más peso que llevar a cabo intervenciones políticas reprobables, porque las intervenciones políticas también son interacciones sociales y actividades comunicativas.

El principio de que una intervención política interpela simultáneamente a sujetos políticos, personas gramaticales, papeles sociales e individuos es la base para entender las relaciones entre la cultura política y la política, pero no es suficiente. Aceptar un estilo de gobierno depende no sólo de la evaluación de los tipos de aconteceres que lo determinan, sino también de la valoración de las alternativas posibles y, por lo tanto, de la valoración del cambio. En México las alternativas no se han visto como posibles o no han recibido mejores evaluaciones que el sistema que ha permanecido durante décadas; y si en 1997 o en el año 2000 los electores optan por el cambio, será porque las alternativas se consideran ya posibles y mejores. Ello muestra la importancia de considerar la cultura como esferas semióticas: un signo está siempre actuando en relación con los otros de su esfera, aun cuando no estén manifiestos.

SEIS

Para cerrar el círculo, quisiera indicar que las definiciones de signo y cultura política, junto con los principios de combinación y simultaneidad, pueden guiamos en el uso de las metodologías empíricas. Puede ahora verse, por ejemplo, que lo que la mayoría de las preguntas de un cuestionario de opinión tiene por objetivo es destacar las valoraciones que se otorgan a un aspecto particular de una representación y neutralizar cualesquiera otras. Así, cuando más de un aspecto está de por medio, los redactores experimentados dicen que la pregunta es confusa; y cuando en la “confusión” tiene un peso significativo un aspecto distinto del que les interesa, dicen que la pregunta está sesgada.

También parece claro que la razón por la cual se considera que un grupo de enfoque complementa un cuestionario es que se piensa que el grupo verifica las representaciones que el cuestionario busca evaluar; es decir, se piensa que el grupo muestra si los supuestos acerca del cuestionario son válidos o no. En otras palabras, el grupo de enfoque supuestamente nos dice cómo se entienden las preguntas.

Más aún, el cuestionario interpela, en primer lugar, a individuos que juzgan aconteceres políticos a los que se hace referencia por medio de expresiones en tercera persona. Sus reacciones potenciales como actores políticos (le primera o segunda persona se infieren mediante procedimientos estadísticos con la ayuda de algunos datos acerca de los papeles sociales que desempeñan normalmente. Por otro lado, la interacción controlada en un grupo de enfoque hace surgir los sujetos políticos latentes en los individuos y los conmina a hablar más directamente, aunque este proceso no se describe así.

Entonces, si alguien está diseñando un cuestionario para los propósitos que comúnmente tienen los cuestionarios y desea mejorar sus reactivos, es recomendable que use signos con representaciones claras ya verificadas en grupos de enfoque. Es también una buena idea revisar de qué manera están operando los mecanismos de valoración de que dispone el lenguaje, como el orden de las palabras. Pienso que todo ello puede hacerse más eficientemente si los propósitos del cuestionario se formulan de manera explícita como he sugerido.

Probablemente los grupos de enfoque también puedan ser planeados y conducidos con mayor eficiencia si se tienen en mente los marcos propuestos aquí. Con base en estos marcos puede, por ejemplo, configurarse una lista de puntos que deben ser verificados, como: ¿la situación que se describe es una en la que los participantes puedan realmente imaginarse actuando como ciudadanos, como delegados o algún otro tipo de actor político? ¿Es el esquema de aconteceres que se enfoca el mismo que nos interesará después, cuando redactemos el cuestionario?

Pero me gustaría proponer que, además de mejorar los cuestionarios y los grupos de enfoque que actualmente se llevan a cabo, repensáramos sus objetivos y sus características fundamentales. Por el carácter discreto de los reactivos de un cuestionario y por la índole de la interacción que determina, probablemente es un medio muy bueno de detectar núcleos semánticos y datos. Pero, por la misma razón, tal vez los cuestionarios no sean siempre tan adecuados para captar valoraciones, como tendemos a creer.

Por consideraciones similares, los grupos de enfoque deben de ser superiores a los cuestionarios para explorar esquemas y relaciones entre esquemas. Algunas veces también podrían ser mejores para revelar algunos tipos de valoraciones.

Lo anterior nos lleva a sugerir que en ciertos estudios pudiéramos beneficiar- nos de invertir el orden comúnmente prescrito de grupo de enfoque y encuesta. Los aspectos del significado que son presupuestos en la observación de un grupo ([e enfoque pudieran haber sido verificados antes por medio de un cuestionario. Entonces, tal vez, el grupo pudiera utilizarse de manera óptima para lo que es idóneo.

Desde la perspectiva adoptada, es obvio que tanto el cuestionario como el grupo de enfoque son muy limitados en su capacidad de mostrar las reglas de interacción entre personas y entre papeles sociales, no digamos el efecto combinado de ambas y las reglas para actores políticos. Una serie de preguntas en las que se ejemplifiquen unos y otros pueden resaltar el problema: ¿es la valoración de mm individuo acerca de su relación con el Estado la misma cuando la expresa a su doctor que cuando la comparte con su hermano? ¿Es alguna de estas valoraciones la que se refleja en un cuestionario típico? ¿Se sentirá alguien más motivado a votar si al invitarlo se le interpela con un “tú” que con un “nosotros”? ¿O será mayor el efecto si se siente representado por un “yo” arquetípico? ¿Se identificará más una votante con el destinatario de un mensaje si dicho destinatario es una ciudadana, una amiga en la comunidad o un miembro en una asociación? Son preguntas que no se pueden investigar con los datos que nos proporcionan las encuestas y los grupos de enfoque que por ahora podemos tener.

Tal vez deberíamos concebir nuevos formatos para preguntas de cuestionarios y grupos de enfoque, o incluso metodologías diferentes del cuestionario y el guipo de enfoque, para poder hablar a las personas, los papeles y los actores más directamente. Podríamos, por ejemplo, pensar en actuaciones y simulaciones, o en experimentos en los cuales la variable independiente sea el destinatario, o en alguna combinación de las dos ideas.

En el mismo espíritu, me parece que las bases semióticas que he propuesto pudieran contribuir a mejorar las entrevistas estructuradas y abiertas. Estas bases podrían, por ejemplo, indicar qué representaciones del entrevistado enfocar u cómo hacerlo. Pero pudiera ser que las bases os hagan ver que las entrevistas no son necesariamente superiores a los cuestionarios en la tarea de obtener datos, u que yal vez sean invaluables en su capacidad de mostrar las ligas entre los diferentes noveles de la representación.

Ciertamente, las bases nos dirán que nos beneficiaríamos más si combináramos ambos tipos de entrevistas que si escogemos uno y excluimos el otro. Las entrevistas abiertas tendrán que ser mejores para mostrar los medios que en realidad tienen a su disposición los usuarios del lenguaje para valorar aconteceres y situaciones. Por otro lado, las entrevistas estructuradas seguramente nos brindarán, más oportunidades si indagamos qué efecto tiene tomar y dar la palabra en lo que se está siendo representado y valorado.

Finalmente, este punto sugiere de nuevo que desarrollemos nuevas metodologías. Hay una necesidad de generar satos en situaciones que podrían verse como híbridos entre el grupo de enfoque y la entrevista, y que deberían estar cerca tanto de la entrevista sociolingüística como de la observación etnográfica in situ. Es necesario poder registrar el condicionamiento mutuo de la opinión y la interacción cuando dos hermanas, dos miembros de un sindicato o un jefe y un empleado nos dicen (y discuten entre sí) como ven algo.

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[1] Este texto es la tercera versión de un trabajo presentado anteriormente como ponencia en el simposio “Political Culture in Mexico: Towards a Theoretical Consensus”, que tuvo lugar en la Universidad de Chicago en 1996, y en el Seminario de Discusión sobre Cultura Política, organizado por el Instituto de Investigaciones Sociales d la UNAM, El Colegio ele México y la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales en la ciudad de México en 1996.

[2] Los grupos de enfoque (Merton, Fiske y Kendall, 1956), algunas veces llamados “grupos de discusión” en español (como en la traducción de Krueger, 1988), son conjuntos de personas que no conocen entre sí, comúnmente del mismo género, la misma edad y el mismo estrato socioeconómico, que han sido convocadas para comentar un conjunto de temas presentados por un coordinador (o coordinadora). Las opiniones que se expresan son registradas en algún medio magnético, generalmente con el consentimiento de los participantes, y son analizadas posteriormente. Es frecuente que haya algún observador en la sala donde tiene lugar la sesión o detrás de un espejo Gessell. Para una discusión de las características de los grupos de enfoque en relación con las de otros tipos de revistas véase Fontana y James (1994).

[3] La inducción analítica consiste en un análisis consecutivo de casos que busca diferencias pertinentes hasta que éstas se agotan (Silverman, 1993: 161). Es algo similar a lo que Bertaux (1980) llama “saturación”.

[4] Véase, por ejemplo, el prólogo al clásico moderno de Geertz, Local Knowledge (1983) Consúltese también la reseña selectiva de Twanama (1996) sobre los textos que tratan el tema de la cultura.

[5] Bateson (1954) mostró que un mensaje no podía ser comprendido sin referirse a un metamensaje acerca de cuál marco de interpretación resulta aplicable. Esto ha influido a pensadores en muchos campos de la sociolingüística, como Goffman (1974) y Tannen (1993), y la psicoloingüística, como Van Dijk y Kintsch (1983).

[6] El estudio aludido fue una encuesta nacional sobre los temas de la reforma política de 1996 (Instituto Federal Electoral e Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996). La investigación sociopolítica de este estudio estuvo a cargo de Fernando Castaños, Julia Isabel Flores y Yolanda Meyenberg.

[7] De hecho, la situación podría resultar más compleja. Algunos grupos de la población podrían tener en realidad una cultura autoritaria, mientras que la mayoría tiene la cultura no autoritaria descrita en el cuerpo del texto.

[8] 8 Para Saussure (1916) el signo lingüístico no une una cosa y un nombre, como se piensa en muchos ámbitos y como se pensaba comúnmente en la lingüística antes de él. En su concepción, el signo es una entidad psíquica de dos elementos que “están íntimamente unidos y se reclaman recíprocamente: una imagen acústica o representación del sonido material, que Saussure denomina “significante”, y un concepto, que denomina “significado”. Las principales concepciones del signo en este siglo, entre las que deben mencionarse al menos las de Ogden y Richards (1923), Peirce (1940) y Greimas (1970) son afines (aunque no idénticas) a la de Sanssure, y la mayoría se derivan de ésta.

[9] Para evitar confusiones, las “representaciones” debieran concebirse como “representaciones proposicionales”, es decir, como constituidas por proposiciones, en el sentido lógico, filosófico o lingüístico. En estos campos una proposición por lo general se define como la asociación de un argumento y un predicado, y un argumento representa una entidad, mientras que un predicado representa una propiedad que puede ser atribuida a entidades, o una relación que puede existir entre entidades. Una visión más completa de tipos de predicados se presenta en Castaños (1996a, pp. 169-173).

[10] Véase, por ejemplo, Tannen (1993).

[11] Lara formuló la propuesta aludida en un trabajo intitulado “Conocimiento y pragmática en los fundamentos de la semántica”, que presentó en el Hl Congreso Nacional de Lingüística de la Asociación Mexicana de Lingüística Aplicada, el cual tuvo lugar en 1995 en la ciudad de Puebla.

[12] El primer autor en plantear estas ideas fue Widdowson (1973), quien las empleó con el doble propósito de introducir en la investigación relacionada con la enseñanza de lenguas extranjeras la noción de acto de habla desarrollada por Austin (1962) en la filosofía analítica y proponer modificaciones a los enfoques didácticos en esa materia.

[13] Ésta es una formulación breve de la idea de que hay tres tipos fundamentales de actos de habla: ilocucionarios, de disertación y perlocucionarios. He planteado esta idea en varias presentaciones, sor ejemplo en Castaños (1996b). y he defendido extensamente su punto más controversial (la distinción entre ilocución y disertación) en Castaños (1996a).

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